viernes, 24 de mayo de 2013

Tiempos máximos.



   Si no se conoce el funcionamiento de un país, una aceptable manera de hacerlo es acercarse a su legislación y, como un paleólogo minucioso, rastrear los derechos humanos que sostienen ese acervo legal. Que las exposiciones de motivos se sustenten en esa irrenunciable aspiración anticipa, ya de entrada, una sociedad madura y concienciada y, por qué no, un poder legislativo sensible a las inquietudes de esa sociedad.

  Pero si queremos conocer mejor el funcionamiento de ese mismo país, entonces habrá que verificar que esos textos legales son algo más que una fanfarria, una declaración de intenciones, un escaparate, una biblioteca decorativa, un traje, un engaño, una farsa, un teatro, un decorado, una mentira, un aspavientos...

  En España, sin ir más lejos, y a título de ejemplo, disponemos de una legislación sólida en materia de atención sanitaria, fruto de años de esfuerzo y preparación. A título de ejemplo, el paciente una vez diagnosticado y establecida una indicación quirúrgica, dispone de un tiempo máximo para su intervención más allá del cual, la Administración tendrá que proporcionarle la atención que precisa por los medios que sean precisos, y que incluye la derivación a centros ajenos a lo público mediante algún tipo de convenio o concierto. Por supuesto, también existen unos plazos máximos para las consultas y pruebas necesarias a realizarle a dicho paciente, plazos bastante más cortos, obviamente. De otro lado, la diversidad autonómica de este país, ha legislado y desarrollado este derecho, y en algunos casos incluso ha priorizado esos tiempos en función del tipo de patología, algo que parece más que razonable. Como matiz curioso, este derecho suele nacer a instancia de la parte que lo reivindica, es decir, que no nace de oficio sino ante la petición del ciudadano o ciudadana, en términos generales, por supuesto, y salvando honrosas y heroicas actuaciones de algún gestor o gerencia.

  A título de ejemplo, esta legislación no se cumple, y así podemos encontrarnos pacientes que llevan más de un año esperando una intervención ( cuando la norma explicita un máximo de seis meses), y ello a pesar de haber interpuesto la correspondiente petición-reclamación por escrito, incluso a algún Defensor de los derechos de Paciente, de esos de los que tenemos varios en este país.

  ¿Y qué pasa, dirán ustedes? Pues nada, aunque debería pasar. En primer lugar, ese incumplimiento bien puede generar un perjuicio irreparable para el interesado, como de hecho a veces ocurre, y con ello abrirse una obligación para la Administración de indemnizar el daño causado, en este caso por funcionamiento anormal, y eso cuesta dinero, ¿y ese dinero ya pueden imaginar de dónde sale, no?

 

   Y en segundo lugar, y de manera quizás más desapercibida pero para mí importante, esa Administración dizque por motivos de recortes o carencia o dificultad económica, me da igual, no puede atender a sus obligaciones legales, pues me parece muy bien: que salga en los medios, que se dirija a los ciudadanos, que les diga que no tiene un duro o el motivo que le angustie, y que derogue esa legislación acabando así con este teatro y esta pandereta que nos hace quedar bien en la foto. Pero la foto está retocada.

   A título de ejemplo, debe haber muchas situaciones similares en los diversos sectores que conforman el nivel socioeconómico de un país, de manera que o se cumple lo que el poder legislativo que deriva de nuestra soberanía ha legislado, o derogan y a otra cosa mariposa. Pero no nos hagan creer que somos lo que ya no somos.

  Buen día.


 

miércoles, 8 de mayo de 2013

El niño que llevamos.


   Esta mañana, he pasado por un colegio en el que un montón de niños, de 11 ó 12 años, se hacían la tradicional foto con sus profesores antes de finalizar su curso y, también, esa etapa de sus vidas. Y me ha venido a la memoria ese momento de mi vida, que tengo la suerte de recordar con bastante nitidez.

  Y en ese momento me he metido en la piel de uno de esos niños. Me veía allí, mirando al fotógrafo y riéndome con algún compañero mientras de reojo no perdía de vista al profesor. Y, más adentro, me he metido en el cerebro de aquel niño que yo era, y he observado que no existía ninguna preocupación, ninguna tristeza, y que ni me sentía pequeño ni me sentía grande, ni me parecía que aquel lugar fuese bueno ni fuese malo. Sólo quería reír. Nada era la ideología, nada la política, menos aún el futuro, el pasado era un desayuno, el amor ni a dos metros de mí, Dios como si fuese otro más de la pandilla, mi familia sin defectos, mi aspecto sin precisar espejos. Joder, era la felicidad, y ahora lo veo.

  Y me doy cuenta, que en aquel momento, ni se me pasaba por la cabeza observar al yo que soy yo ahora y que entonces sería otro hombre ya adulto mirando como nos hacíamos la fotografía, otro hombre que pensaría que el futuro son esos niños y que, quién sabe, quizás hereden otro mundo mejor y más justo, un hombre que en ese momento recordara su fotografía allá en su niñez, y volviese a meterse en la piel de otro niño, y así, seguir hasta un infinito de años y siglos, siempre pensando en que el mundo es de los niños y que puede cambiar, y que esa era la felicidad.

   Sin embargo, el mundo es el mismo; el niño es un hombre; la felicidad es ..., otra cosa. ¿Qué ha fallado en años y siglos, en una vida? ¿Dónde se quedó el niño que buscaba reír? ¿Dónde está esa puñetera fotografía limpia de pecados?

 

   Y entonces, tras estas reflexiones que suceden en unos segundos, te das cuenta, me doy cuenta, que ese niño está allí, ahora mismo, y aquí a la vez, dentro de mí, de tí, de casi cualquiera que sienta que no hay un mundo que mejorar alrededor, no hay una maldad que combatir alrededor, no hay nada que mejorar alrededor y que, en realidad, el mundo soy yo, ese niño, y que me basta sacarlo para reír y hacer reír, sin que nada sepa de tristezas y miserias.

  Sólo tengo que sacar a ese niño, sólo tienes que sacar a ese niño.

   Buen día.